LA MUERTE DE
UN GUERRERO GIGANTE
Por: Raúl León Melesio
No sé bien aún porque las pasiones del hombre son tan poderosas, no se bien si sea el dotar de racionalidad al más primitivo instinto depredador, pero lo cierto es que desde siempre, para mí, la pesca ha representado ese enigma de las condiciones del hombre. Les cuento en estas líneas sobre un crimen del que me confieso felizmente culpable.
Ocurrió tras 5 años de buscarlo sin obtener el deseado fruto, tras haberme embarcado por 3 años discontinuos cuando las condiciones eran prometedoras pero volviendo con las manos vacías, tras haber visto a mis presas, pero sin poder tener la oportunidad de cobrarlas. No fue obra de la casualidad, fue producto de la investigación, de buscar mi objetivo, de planear el lugar y los cómplices que me ayudarían a cobrar mi presa, de buscar una y otra vez el momento y de ser persistente y contumaz en mi objetivo. Pero la verdad, el resultado superó las expectativas de éste apasionado pescador.
Fue un sábado 25 de mayo del 2002, cuando habiendo monitoreado meses atrás, años atrás, que las condiciones se dieran, por fin volvimos a embarcarnos en busca de la preciada presa: Un sábalo gigante. No cualquier ejemplar de sábalo, buscaba uno de 40 kilogramos en adelante.
El mar era calmo. las condiciones ideales, la carnada la indicada, el equipo el correcto y todo pintaba perfecto, como en las ocasiones anteriores, pero esta vez el destino me deparaba otros derroteros. Fue cerca de las 9:30 cuando vimos por primera vez la impresionante actividad en superficie, esa que había ya visto en otras ocasiones y que inevitablemente hace mi sangre hervir. Lo difícil es predecir para donde se van a mover los suspicaces ejemplares a fin de poderse colocar al garete de manera tal que la embarcación quede por encima de donde pase el cardumen, habiendo apagado el motor varios metros atrás para no espantar a los ejemplares. No es cosa sencilla.
La fortuna nos llevó a estar ahí cuando la bestia se decidió a comer, mi equipo, dotado de línea de 40 libras en un carrete freno de palanca sobre una caña corta de 55pies, propia para la pesca del atún, tenía la carnada en un extremo sujetada a un anzuelo circular unido a la línea principal con un empate a un líder de 80 libras. Yacía en su portacañas con la bobina abierta y su chicharra puesta mientras yo lanzaba otro aparejo con un langostino vivo en su extremo y fue entonces cuando la magia ocurrió.
De pronto, la carcasa de aquel carrete comenzó a cantar mientras cedía línea y tal sonar me llevó a sujetar dicho aparejo en mis manos para que, habiéndome asegurado que el pez había tragado, pusiera el freno ajustado en su lugar y esperara que aquel anzuelo de mortal figura encontrara su alojamiento en el labio superior del ejemplar y se clavara en el hueso profunda e irremisiblemente.
Aquel jalón inicial me hizo ir a trompicones por toda la proa para evitar el roce de la línea en la embarcación y tuve que pelear a la bestia de pie, pues la panga no tenía asiento alguno. Media hora de terrible combate tuve que lidiarla de pie. la presión parecía propia de un pelágico mayor y no de un sábalo real, pero así era y creo yo que fue mi experiencia en la pelea del atún gigante lo que me dió el conocimiento necesario para que mi menudo cuerpo pudiera hacer lo indicado para no fatigarse y poder dominar a la bestia.
Tras los 30 minutos iniciales, la fatiga se hizo presente y tuve que buscar alivio en una hielera que sirvió de silla, y fueron necesarios varios baños de agua vertidos con el achicador para poder reanimar mis músculos en la batalla.
Tres ocasiones el pez buscó zafarse de su mortal trampa nadando bajo la panga y tres veces tuve que sumergir la caña en el agua para impedir el roce de la línea con la embarcación, soportando las cargas con mis brazos. Sabido es para quien pesca este rey de plata que su cobro es posible con librajes relativamente bajos debido a que el animal se mata así mismo con sus saltos, pero estos viejos ejemplares que nadan en aguas abiertas y profundas no se cansan saltando, pelean a fondo como colosos que son y solo muestran su lomo cual delfines en muy eventuales ocasiones, haciendo su pesca mucho más difícil.
Pasada la hora conseguí al fin que ese ejemplar magnífico estuviera a lado de la embarcación, agotado por la presión que le había impuesto con aquel equipo hecho para el atún y fue entonces cuando tras malabar y medio por fin pudo el guía y capitán hundirle el gancho de hierro en su mandíbula para facilitar su cobro.
Fue mi decisión dar muerte a aquel ejemplar, aquel amado enemigo que mis músculos no pudieron vencer y que pesque con el orgullo, aquel que me aplicó ese bendito tormento que se vertió como un bálsamo para mi alma y que me orilló irremisiblemente a caer en la convicción de sucumbir a mi debilidad de depredador, dejando de lado mis otrora formidables pensamientos conservacionistas que me han llevado a liberar otros ejemplares, otros pero no a este único en mi existencia.
Su carne ahumada alimentó a mi guía y su familia así como a mí persona. Su cuerpo inerte sirvió al ego para aquellas fotos, sus escamas hacen espléndida María Luisa de ese marco que encierra más que una fotografía, encierra recuerdos y sueños hechos realidad, sus 94 kilogramos 200 gramos serán pues para mí, una indeleble impresión en mi memoria que ha marcado mi existencia y todo mi ser para eternidad.
Aquel gigante gladiador me dió con su lucha, con su orgullo y con su muerte la enseñanza más perdurable, sincera y animal de la esencia misma de la vida y de la naturaleza del hombre. Por siempre le estaré agradecido.
Raúl León Melesio y sábalo de 94.200 kg